Día litúrgico: Viernes IX del tiempo ordinario
Texto del
Evangelio (Mc 12,35-37): En
aquel tiempo, Jesús, tomando la palabra, decía mientras enseñaba en el Templo:
«¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? David mismo dijo,
movido por el Espíritu Santo: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra
hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies’. El mismo David le llama
Señor; ¿cómo entonces puede ser hijo suyo?». La muchedumbre le oía con agrado.
Comentario:
«El
mismo David le llama Señor»
Hoy, el judaísmo aún sabe que el Mesías ha de ser “hijo
de David” y debe inaugurar una nueva era del reinado de Dios. Los cristianos
“sabemos” que el Mesías Hijo de David es Jesucristo, y que este reino ha
empezado ya incoativamente —como semilla que nace y crece— y se hará realidad
visible y radiante cuando Jesús vuelva al final de los tiempos. Pero ahora ya
Jesús es el Hijo de David y nos permite vivir “en esperanza” los bienes del
reino mesiánico.
El título “Hijo de David” aplicado a Jesucristo forma
parte de la médula del Evangelio. En la Anunciación, la Virgen recibió este
mensaje: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la
estirpe de Jacob por siempre» (Lc 1,32-33). Los pobres que pedían la curación a
Jesús, clamaban: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (Mc 10,48). En
su entrada solemne en Jerusalén, Jesús fue aclamado: «¡Bendito el reino que
viene, el de nuestro padre David!» (Mc 11,10). El antiquísimo libro de la
Didakhé agradece a Dios «la viña santa de David, tu siervo, que nos has dado a
conocer por medio de Jesús, tu siervo».
Pero Jesús no es sólo hijo de David, sino también Señor.
Jesús lo afirma solemnemente al citar el Salmo 110, cita incomprensible para
los judíos: pues resulta imposible que el hijo de David sea “Señor” de su
padre. San Pedro, testigo de la resurrección de Jesús, vio claramente que Jesús
había sido constituido “Señor de David”, porque «David murió y fue sepultado, y
su sepulcro aún se conserva entre nosotros (…). A este Jesús Dios lo ha
resucitado, y de ello somos testigos todos nosotros» (Hch 2,14).
Jesucristo, «nacido, en cuanto hombre, de la estirpe de
David y constituido por su resurrección de entre los muertos Hijo poderoso de
Dios», como dice san Pablo (Rm 1,3-4), se ha convertido en el foco que atrae el
corazón de todos los hombres, y así, mediante su atracción suave, ejerce su
señorío sobre todos los hombres que se dirigen a Él con amor y confianza.
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