Día litúrgico: Sábado IX del tiempo ordinario
Texto del
Evangelio (Mc 12,38-44): En aquel tiempo, dijo
Jesús a las gentes en su predicación: «Guardaos de los escribas, que gustan
pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros
asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que
devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones. Esos tendrán una
sentencia más rigurosa».
Jesús se sentó frente al arca del Tesoro y miraba cómo
echaba la gente monedas en el arca del Tesoro: muchos ricos echaban mucho.
Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas, o sea, una cuarta parte del
as. Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: «Os digo de verdad que esta
viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el arca del Tesoro. Pues
todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que
necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir».
Comentario:
«Llegó
también una viuda pobre y echó dos moneditas»
Hoy, como en tiempo
de Jesús, los devotos —y todavía más los “profesionales” de la religión—
podemos sufrir la tentación de una especie de hipocresía espiritual,
manifestada en actitudes vanidosas, justificadas por el hecho de sentirnos
mejores que el resto: por alguna cosa somos los creyentes, practicantes... ¡los
puros! Por lo menos, en el fuero interno de nuestra conciencia, a veces quizá
nos sentimos así; sin llegar, sin embargo, a “hacer ver que rezamos” y, menos
aún a “devorar los bienes de nadie”.
En contraste evidente
con los maestros de la ley, el Evangelio nos presenta el gesto sencillo,
insignificante, de una mujer viuda que suscitó la admiración de Jesús: «Llegó
también una viuda pobre y echó dos moneditas». El valor del donativo era casi
nulo, pero la decisión de aquella mujer era admirable, heroica: dio todo lo que
tenía para vivir.
En este gesto, Dios y
los demás pasaban delante de ella y de sus propias necesidades. Ella permanecía
totalmente en las manos de la Providencia. No le quedaba ninguna otra cosa a la
que agarrarse porque, voluntariamente, lo había puesto todo al servicio de Dios
y de la atención de los pobres. Jesús —que lo vio— valoró el olvido de sí
misma, y el deseo de glorificar a Dios y de socorrer a los pobres, como el
donativo más importante de todos los que se habían hecho —quizá ostentosamente—
en el mismo lugar.
Todo lo cual indica
que la opción fundamental y salvífica tiene lugar en el núcleo de la propia
conciencia, cuando decidimos abrirnos a Dios y vivir a disposición del prójimo;
el valor de la elección no viene dado por la cualidad o cantidad de la obra
hecha, sino por la pureza de la intención y la generosidad del amor.
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